Sunday, January 08, 2006

Miguel Woodward, fiel a Jesucristo

Miguel Woodward, fiel a Jesucristo



Sangre del sacerdote torturado hasta la muerte en La Esmeralda sigue manchando a cobardes que perpetraron el crimen y no han reivindicado su nombre.


Por: Hernán Narbona Véliz


FUENTE: politicayactualidad.com


LOS CLAVELES ROJOS se fueron entrecruzando en el círculo hecho con piedras a la vera del camino, simbolizando una fosa común que alguna vez estuvo allí. El viento sur golpeaba con su látigo de hielo, mientras las voces se perdían en el mar y los acantilados, recordando la muerte de un justo, de un cristiano ejemplar, hijo de ingleses, pero que abrazara con vehemencia la lucha por los más pobres en un lejano país, largo y flaco como él mismo lo era, que soñaba con fundar un mundo solidario, en medio de la traición y la soberbia. Un mártir que es recordado por quienes lo respetaron y amaron. Un crisol de voces que desde la tierra exigen una disculpa, exigen una señal mínima de caballerosidad de parte de sus victimarios para reivindicar su memoria.

En un círculo, las manos añosas se fueron uniendo, 'levántate y mírate las manos, para crecer estréchala a tu hermano', las canas flameaban y eran muchos rostros que trataban de ubicarse unos a otros, desde esos archivos de memoria que cada cual guardaba desde ese tiempo bueno que nos había unido.

Como en las catacumbas, los cristianos por el socialismo de ayer cruzaban al camposanto, eludiendo pasar frente a los cuarteles, bajando luego por un muro roto del cementerio hacia una senda inconclusa, que alguna vez talvez sea el camino costero sur, hacia Laguna Verde. Allí se descubrió hace muchos años una fosa común en donde habría sido ocultado el cadáver de Miguel Woodward, allí o a cincuenta metros, no importaba, era simplemente un espacio entre un muro roto del cementerio 3 de Playa Ancha y los acantilados. Un espacio estrecho entre la muerte ortodoxa de los féretros y la vida liberante de ese horizonte rizado por espumas blancas, con rocas que emiten sus carcajadas invitando al vértigo.


Allí llegaron como en una procesión sin imágenes, sin rosarios ni incienso. No hubo padres nuestros para el cura Miguel Woodward, simplemente se cerró el círculo, se abrazaron las parejas, se les agregaron algunos jóvenes y también algún niño. Surgió una guitarra, un solo grito de Presente!!! y vinieron los testimonios.

Sin grandes amplificaciones, pero sin necesitar micrófonos, la voz del filósofo Jaime Contreras Páez, discípulo del cura gigantesco en la Universidad Católica de Valparaíso, comenzó a tronar como la voz autobiográfica de Miguel Woodward, inglés, cura seglar, cura obrero, asesinado en la tortura a bordo del buque Escuela Esmeralda. Un cura que nunca dejaría de serlo, pese a haber sido estigmatizado por un Obispo que pretendió separarlo de la Iglesia, a la vez que adjudicaba el golpe de estado al patrocinio de la virgen María. Miguel Woodward reía de tales pretensiones, era un cura de la punta del cerro, un cura bregando por los pobladores. Un compañero y guía de esos jóvenes cristianos por el socialismo que habían abrazado esa misma forma vivencial de aplicar el evangelio, asumiendo la vida con los pobres, compartiendo con ellos, enseñándoles, aprendiendo de ellos, pecando quizás de entusiasmo revolucionario, pero con las manos limpias, con sólo las ideas como gran espada.

La cita había sido a mediodía del 21 de septiembre, al cumplirse 30 años de su asesinato. Justo cuando la primavera emergía, pero con un sol frío todavía, con mucho dolor pendiente. Poco a poco, como en un rosario de milagros gozosos y dolorosos, los que conocieron a Miguel describieron un trozo de su vida. Nada que temer dijo Miguel, así se despide de sus vecinos, encara así a sus aprehensores, que lo golpean, buscando quebrar su enorme estatura, tratando de doblegar su espíritu noble. Quizás Camilo Torres, el cura revolucionario que inspiraba sueños de revolución, estaba por allí dando vueltas. Miguel planteaba y vivía un ideario de entrega, el que postulaban las nuevas escrituras, la misa cantada en español, con guitarras, pan y vino de verdad. Símbolos de los perseguidos revolucionarios, que querían serlo más que los mismos marxistas, que rompían estructuras y jerarquías, que iban en su dinámica avasalladora construyendo su breve sueño de mil días. Hasta que la electricidad del tormento trituró toda esa vida y alguien lo vio cuando lo sacaban en camilla de la Esmeralda, con sus pies enormes, casi agónico, y lo llevaban al Hospital Naval. Un hombre bueno que vino a vivir una causa lejana y la hizo propia, renunciando a la comodidad de la aristocracia londinense. Una oveja negra de una familia tradicional inglesa que quizás nunca entendió su aventura pero vivió remecida su interminable vía crucis.

Los hombres y mujeres se van separando, se convocan para mantener la red, intercambian correos electrónicos, para seguir siendo voceros, para restablecer la dignidad de su memoria calumniada por la prensa de época, esa prensa sediciosa que encubrió el crimen y le imputó a Miguel Woodward situaciones indignas. Un intento de borrar de la memoria al mártir sacerdote obrero y seglar, rebelde, militante del MAPU, comprometido hasta la sangre con el mensaje más sustantivo de Cristo, dando hasta la vida misma por un ideal, sin quebrarse, resucitando en la verdad que representó su vida.


Como en las catacumbas, los viejos ideólogos y militantes de los cristianos por el socialismo, se retiran, más cristianos, pero menos socialistas, asumiendo el tiempo, asumiendo el costo de sueños pisoteados, tratando de recuperar la voz, entre la muerte formal y los espacios liberantes del pensamiento de libertad y justicia. Sin odios, pero insurgentes constantes para denunciar la cobardía y la vileza de quienes mancillaron el uniforme patrio y todavía se arrastran en su miseria, imperturbables y marciales. Que Dios los perdone.

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